Fases

Parece que, ahora sí, el camarero nos va a tomar nota, aunque mira de reojo y pasa de largo por tercera vez. Al sector hostelería no le gusta la presión y mi desesperación por un vino resulta demasiado evidente. Molesto, me dice que me atenderá cuando pueda. Consciente de su poder, se pone a secar vasos, retándome desde la barra, mientras tú estás concentrado en el móvil. No me parece el mejor momento, pero tengo que elegir batalla y me decanto por la que puedo ganar. Quiero mi vino y lo quiero ya. Me levanto, me acerco al camarero torturador, se centra en uno de los vasos con el ceño fruncido y me ignora. Hola, digo, un vino y una caña, por favor. Te veo en la mesa y me pregunto por qué sigues con el teléfono y qué hago aquí.

En estos meses he pasado por varias fases: cabreo, pena… La que no acaba de llegar es la de la aceptación. Recuerdo que, en una primera etapa, me quise olvidar de ti. Entonces salí al mundo y me obligué a apuntarme a cualquier plan. Pero nadie me gustó tanto como para acompañarle a IKEA. Eso sí, descubrí un abanico de posibilidades, de personas diferentes con manías diferentes en las que concentrarme. Para un rato no estuvo mal. De hecho fue reparador. Y tu inmadurez en este minuto, ahora que el camarero me ha hecho caso y solo tengo tu frente abierto, me aburre soberanamente. Las expectativas románticas tantas veces recreadas si volviera a verte se han esfumado. Que el vino sea especialmente malo no ayuda. Me declaro en huelga, ni me lo bebo ni te miro.

Cuando decides volver a ser educado, y sueltas el teléfono, me doy cuenta de que no hay tema de conversación. El discurso que tenía preparado ya no tiene sentido. Como dos tontos nos miramos con media sonrisa, en silencio. Pues sí, aquí estamos. Ahora qué. Ahora nada. Ni frío ni calor, ni blanco ni negro, ni… En fin, nada. Todo apunta a que la aceptación ha llegado. Eso sí, en forma de indiferencia.

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