Palabras

Estaría bien que de vez en cuando me escucharan, pensé. Aunque a todo se acostumbra una. Por eso, un día, decidí dejar de hablar. Pensé que la energía que se gasta en construir frases y expresarlas la podía utilizar para otras cosas. Vi el tiempo que se pierde con las palabras. Palabras lanzadas en cualquier dirección como pelotas de béisbol.

Palabras que no llegan a su destino, que hacen daño o que no se cumplen. Así, mi mundo empezó a quedarse pequeño por fuera y a volverse gigante por dentro. Acabé con la frustración de sentirme ignorada o incomprendida y disfruté de escuchar por escuchar, no para contestar.

Pude acabar mil puzles, construir una cabaña en el jardín, escribir diez libros y aprender origami. Además del violín, el flamenco y los ocho idiomas en los que podría entenderme si hablara. Por cada conversación absurda eliminada gané muchos minutos y evité explicaciones inútiles.

Comprendí que regalamos nuestros pensamientos, deseos, ilusiones, cabreos y sentimientos a cualquiera porque nos sobra voz para derrochar. Aprendí que, si volviera a hablar, escogería cuidadosamente mis palabras para que no se convirtieran en ruido que no dice nada.

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