Me mantengo fuerte. Veo tus rizos alejarse por el aeropuerto y sonrío. No pasa nada. Soy una mujer moderna que no busca ataduras y que ha pasado un fin de semana muy divertido.
Te vas desdibujando en la fila del control de seguridad y me pongo de puntillas. Mierda. No te veo. Te he perdido. La sonrisa me empieza a tirar y me duele la mandíbula. Una lágrima aparece por sorpresa y de repente me doy mucha pena. Te has ido. Y no te voy a ver en otro año por lo menos.
Una mano familia Adams aparece con un kleenex. Otra mano me da una palmadita en la espalda. Tranquila, las despedidas son tristes. Ya no hay nada que hacer. Lloro abiertamente y me sorprendo diciéndole a mi nueva amiga octogenaria que yo soy muy liberal y que no lloro por despedirme. Que he dormido poco y estoy cansada. Claro, hija, claro. Más palmaditas en la espalda. Esta señora quiere acabar conmigo.
Me intento escabullir para ver si te encuentro al otro lado de la cola. Ahí estás. Me saludas sonriente. Ni un ápice de sufrimiento. Y eso que eres mucho más convencional que yo. Tu serenidad versus mi hipo resulta bastante molesta. La abuelita mirándome con compasión mientras mueve la cabeza también.
Creo que llega el momento de darse la vuelta e irse. Mi mente abierta y yo no necesitamos esto. Tengo una vida apasionante a la vuelta de Barajas. Y una tarrina de Häagen-Dazs esperando en el congelador.