Me di cuenta de que algo estaba cambiando cuando vi tu nombre en la pantalla y no cogí el teléfono. Por primera vez. Y sin enfados. Mucho más triste y vulgar, no me apetecía. También me extrañó cuando pensé en ti y tuve que hacer memoria para acordarme de lo que sentía y del porqué. Mala señal, antes educaba mis instintos para no asustarte. Por eso quise seguir queriéndote, por la emoción de las endorfinas.
Busqué en ti algo de mí, algo que reconociera. Ni rastro. Si te hubieran cambiado el nombre no me hubiera sorprendido nada. Porque no encontré ni una célula de tu antiguo tú. El caso es que tampoco en mí queda ni un átomo de lo anterior. Demasiadas esperas. Dicen que la paciencia tiene un límite. No lo puedo asegurar, nunca la he medido. Solo sé que cuando el teléfono se calló fui consciente de que no había contestado tu llamada. Y no pasa nada. Me vas a perdonar. Es simple (y vulgar) pereza.