Sin previo aviso te despiertas a las cuatro de la mañana. Ojos como platos y cabeza a mil por hora. Te pones la almohada encima de la cara. Nada. Estar en la cama te genera más ansiedad. Así que te vas a la cocina a por un café. Mejor, por fin vas a ir con tiempo para arreglarte y no salir corriendo. O igual no, porque el espejo te dice que necesitas un reajuste profundo, externo e interno, que no se resuelve en un rato.
Por fuera, serías el proyecto ideal de cualquier equipo de estilistas. Hicieran lo que hicieran, no te dejarían peor. Por dentro, tienes la brújula un poquito estropeada. Encuentras el norte con la misma facilidad que lo pierdes. Y te despiertas a las cuatro de la mañana. Algo no va bien, piensas. Chica lista. Así que intentas aprovechar la ventaja de tres horas que le llevas al mundo para ordenar tus ideas. Pero de noche cualquier pensamiento se distorsiona. Entrar en profundidades no es lo más inteligente.
¿Tendrías que estar durmiendo? Sí. ¿Es justa la vida? No. Mal, reflexión tremendista que te provoca enorme inquietud. La misma que las cosas ajenas que te rodean y que te sorprenden como si nunca las hubieras visto. ¿Cómo pueden seguir ahí? Ya no sois dos en tu casa. Si no, no estarías dando vueltas por el salón. Estarías… No se piensa a las cuatro de la mañana, te repites. O duermes o avanzas. Te animas un poco, ya tienes algo que hacer.
En Spotify encuentras una lista que se llama Madrugando y decides que es la tuya. Bolsa de basura en mano, y descubriendo un nuevo universo musical, vas despejando el salón. Flores secas guardadas en libros, notas de su puño y letra desparramadas por la mesa, su paquete de tabaco, ropa que nunca le gustó y que almacenaba en un cajón, un peine… Lo tuyo no es un piso, es un mausoleo.
A la bolsa. Ya que estás, tiras las velas de vuestra última cena. Antes enciendes una para aportar el toque de drama que el momento pide a gritos. Mirar fijamente la llama no te da pena, simplemente te aburre.
Estás más de acción que de nostalgia. No hay quien te pare. Deshacerte de su cepillo de dientes sin inmutarte ha sido la prueba de fuego. Esto funciona. O eso crees. Porque encontrar un ticket de parking con la matrícula de su coche te hace llorar. Esto no funciona. Ni tiene sentido.
Despacio, devuelves cada cosa a su lugar. Vale, igual el insomnio no te da el empujón necesario. Pero la suciedad, sí. Y lo que antes pasaba desapercibido, ahora te molesta. Mucho. Por lo visto, la noche en blanco te agudiza los sentidos, te permite ver partículas de polvo que a plena luz del día convivían contigo alegremente. Esos pétalos desintegrados te dan muy mal rollo. Incluso miedo.
Ahora sí estás preparada. Sin analizar qué va a la bolsa, haces una barrida con el brazo. Te has venido arriba. Arrastras tu pintalabios, unos lápices, unas pinzas (que te hacían mucha falta) y tu cargador de teléfono. Son muy caros, sí. Pero no hay marcha atrás, es un sacrificio necesario. Lo que entra en esa bolsa, no sale.
Una hora después las pelusas que se escondían entre los objetos del altar improvisado también han sido exterminadas. Puede que tu subconsciente te haya despertado porque tenías que hacer esto para no aferrarte a cosas que ya no… Y porque tienes que afrontar otras que…
Basta. No se piensa a las cinco de la mañana. El repaso interno en otro momento. A ser posible, de día. Además, la bolsa empieza a pesar demasiado. Tienes dos horas para dormir. Caes agotada encima de la manta del sofá. El sueño ha llegado, como casi todo, sin previo aviso.