Probador

No te apetece nada, pero nada, probarte vestidos para una boda. Especialmente esos vestidos, especialmente para esa boda. En el espejo ves que un volante demasiado grande que sube desde el hombro te tapa media cara. Por si le faltara algo, va bordado con pedrería. Puro minimalismo.

La alternativa: uno largo de gasa rosa palo que te convierte en la hermanastra de Cenicienta. ¿Por quién te ha tomado esta señora? ¿No ha visto que has llegado en Converse y con unos vaqueros rotos? Es marzo, hace bueno y hay vida inteligente fuera de ese probador que parece un decorado de cartón piedra, con sus banquetas de terciopelo rasposo de imitación y borde de oropel. Ningún sentido.

Rebobinemos. Veinte horas antes estás entrando en La Vinoteca, un local precioso (y sencillo). Dos minutos después entra una antigua amiga que dejó de serlo cuando te convertiste en una separada molesta que no encajaba en cenas pares. Se lanza a saludarte con una efusividad tan falsa como su bolso. Si un segundo antes hubieras bajado la vista para comprobar en el móvil si tu ex ha comprado dos cartulinas que necesitan los niños, ella hubiera pasado de largo y vuestras miradas no se hubieran cruzado. Pero hace veinte horas has decidido relajarte y dejar que las cosas fluyan. Más o menos.

Y ahí estás, atrapada en un abrazo demasiado largo que da paso a una conversación de anécdotas caducadas y aburridas de una época en la que ya ni siquiera te recuerdas. Lo buena pareja que hacías con tu ex, él es tan atractivo y tú… Tú eres tan… Incapaz de acompañar su mirada de compasión con un adjetivo. Supones que el silencio incómodo por no poder decirte nada bueno hace que suelte de repente: vente a mi boda. Me caso en dos semanas. También supones que ni ella misma se cree lo que acaba de hacer. Claramente arrepentida, y fuera de control, entra en barrena verbal.

¿Te lo puedes creer? ¡Todos os separáis y yo me caso otra vez! En plena exaltación, termina diciendo que no te lo puedes perder, que así retomas contacto con todos ellos. Que te lleves a ese con el que se ha enterado que sales. Se llama… Da igual, corazón, te corta. Posa solemnemente su mano sobre la tuya. Pero que se vista bien, por favor, que me dijeron que es un poco… Un poco… Otra vez se ha quedado sin adjetivos.

Me encantaría que fuéramos juntas a buscar tu vestido para mi boda. Ya verás, vamos a elegir uno con el que vas a estar… Vas a estar… Barrido de tu persona con cara de hay poco que hacer. Te saca diez centímetros de ancho. Tú a ella diez de largo. Maravilloso, aunque cegador, poder el de la autoestima. Alguien debería colocarte la mandíbula porque se te ha caído. Tus amigos han decidido que mejor no intervenir y te lanzan miradas de ánimo y de tú puedes.

Todo eso ha ocurrido hace veinte horas. Y cualquiera se preguntaría qué haces en ese probador después de semejante conversación. Intentando encontrarte entre metros de tela y aguantando los gritos de a ver, a ver, al otro lado de la cortina. Fácil: ganar una batalla de hace décadas por demostrar que eres valiente, que puedes ver a todas esas personas que se hicieron las nórdicas y sonreír orgullosa. Tú lo hiciste bien, ellos fueron unos capullos.

Aunque la fantasía de entrar resplandeciente y renovada en la boda se hizo añicos hace un rato. Concretamente con el ataque del volante. Entonces te preguntas qué tienes que demostrar. Quién de ellos es realmente feliz. Qué necesidad tienes de disfrazar a tu novio, ajeno a chorradas sociales, para que pague un pato que nunca fue suyo. Te das cuenta de que esa vida quedó atrás y un peso cae con el vestido cuando se desliza hasta tus tobillos.

Respiras, te liberas de la tela que, enredada en tus pies, hace que casi te estampes contra el espejo. Coges del suelo tus vaqueros y tus Converse y te vistes. Por fin sales. Abrazas a la novia por la cintura mientras susurras que tú sí tienes adjetivos para ella pero que se los vas a ahorrar. Te despides con un gracias. Gracias porque estar hace veinte horas en La Vinoteca ha hecho que hace un minuto te reconcilies con el mundo. Y contigo.

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