Me abrocho el arnés y miro hacia abajo. No voy a ir de aventurera a estas alturas, nunca mejor dicho. Porque cuando el piloto nos comunica que estamos a 3000 metros entro en colapso, no salto ni de coña. Tarde. El instructor que va atado a mi espalda, único punto positivo de la experiencia hasta el momento, me pregunta si estoy lista. No, no estoy lista. En cambio, malditas hormonas, me sorprendo a mí misma diciendo un sí zalamero y aleteando las pestañas.

Qué tontería, nadie me ve. Eso sí, el aleteo me hace ser consciente de que llevo gafas. Y llevo gafas porque voy a saltar. Vuelvo al mismo punto. No salto ni de coña. Tarde. Porque ya estoy en el aire. No veo el suelo, pero me lo imagino acercándose a mí a una velocidad vertiginosa. 

Curiosamente, en medio del cielo, pienso en que no sé si apagué la cafetera. Ridículo, teniendo en cuenta que igual no vuelvo, que mi cafetera se apaga sola, que es el menor de mis problemas. Caemos y caemos y, con los brazos en cruz, mi mente empieza a quedarse en blanco. No genera información, solo absorbe estímulos. Se me olvida que estoy saltando, que la cafetera puede estar ardiendo, que igual no se abre el paracaídas, que abajo me esperan las mismas batallas diarias. Esas batallas que me hacen estar aquí arriba en un intento de demostrarme que se puede con los miedos.

Pero la cabeza va igual de libre que mi caída y, de repente, me entran unas ganas absurdas de ir hacia arriba, de no seguir bajando. De no tocar el suelo. Las mismas ganas que, en ocasiones, tengo en tierra firme de salir corriendo en dirección contraria.

Por suerte sí tocamos el suelo, la gravedad manda. Todo ha pasado muy rápido y mis ideas están igual de acorchadas que mis piernas. Una sensación de anestesia mental y física que me impide dejar de sonreír. Libre de accesorios para el salto, abrazo al instructor. La emoción del momento. Me siento libre, valiente y capaz de cualquier cosa. Menos de volver a saltar. En tierra firme, lo que sea.